ELOY ALFARO Y LA GUERRA SANTA / EDITORIAL DE ANTONIO MOLINA

 



Una de las pocas imágenes rescatables del martirologio en El Ejido, Quito, el domingo 28 de febrero de 1912.
 
 
 
La Patria boba
Eloy Alfaro y la Guerra Santa
Por ANTONIO MOLINA
 
Hoy es una fecha grande de la Historia ecuatoriana, el Día que triunfó la Revolución Liberal –hace 128 años-- que idealizó y llevó adelante en combates vivos Don Eloy Alfaro, quien comandó “las montoneras” por campos y ciudades hasta entronizarse en la Presidencia de la República el 5 de junio de 1895, como corolario del escándalo político de la “Venta de la Bandera”, de ribetes internacionales, porque el buque ecuatoriano “Esmeraldas” terminó sirviendo al Japón en la guerra mundial por una negociación inmoral con Chile del gobierno del presidente Luis Cordero, quien fue defenestrado por la ira popular.
 
Pero, la Historia de este ejemplar ecuatoriano debemos contarla al revés, de atrás para adelante, por el escaso tiempo que activó en el país; pero que, sin embargo, nos dejó un legado tan profundo que está enraizado en el alma colectiva de los ecuatorianos como el laicismo en la Educación Pública, el divorcio, el Registro Civil para que cada ecuatoriano tenga autenticidad, derecho a tener un culto o religión propia, a una fuerza pública no dependiente del gobernante, educación técnica libre, libertad de sufragio universal. 
 
Eliminó la contribución indígena y su trabajo subsidiario al Estado.
Todo eso y mucho más, en menos de siete años de administración, pero con una oposición desde las calles, los púlpitos y los conventos. Don Eloy era el Diablo con tridente, el Satanás de rabo largo, el Demonio de mil formas. La sociedad le creyó a los curas y obispos y se batían las campanas de las iglesias quiteña cuando Alfaro y sus ministros y montoneros ingresaban a Quito. La gente se santiguaba al pasar por Carondelet.
 
Jamás fue socialista o marxista como un desmemoriado de la historia quiso hacerlo aparecer a falta de referente propio. Fue un enamorado de la libertad que permitió abusos en su nombre, pero no pudo vencer a la religión católica, que desde la conquista de los años 1.500 y el coloniaje de los años subsiguientes había sometido al naciente país para darle una sociedad conventual, santurrona, gazmoña y temerosa a los cambios que imponía el liberalismo. A partir del 5 de junio de 1895, los hechos se precipitaron…
 
Guayaquil fue el centro de operaciones de las montoneras alfaristas. Fue declarado Jefe Supremo y desde aquí avanzó a Quito a tomar el mando de la República, reorganizando la institucionalidad del país. Para aplacar a la Iglesia le escribió al Papa León XIII rogándole canonizar a la beata Marianita de Jesús, pero los obispos ecuatorianos le contestaron: “Rechace, Señor, a los espíritus infernales del liberalismo”, afirmaba el huido Obispo de Manabí, quien encabezó una invasión desde Colombia, mientras el asilado obispo de Loja, lo hacía desde Perú. La guerra Santa había empezado. Los predicadores incitaban a la guerra santa. Hubo abusos y desmanes: el coronel Manuel Antonio Franco, el hombre duro de Alfaro, expulsó a los capuchinos de Ibarra y las tropas liberales asaltaron el Palacio Arzobispal de Quito, quemaron la biblioteca y el archivo, injuriaron al arzobispo Pedro Rafael González y Calisto paladín de la cruzada antiliberal, e hicieron la parodia de fusilarlo si no gritaba "!Viva Alfaro!". El arzobispo respondió: "¡Viva hasta que muera!".
 
La guerra santa se escapaba de las manos, en ambos contendientes, como ocurrió en Cuenca, el 5 de julio de 1896, ciudad que estaba preparada para enfrentar a los alfarista. Por las noches, indios, sirvientes, patrones y sacerdotes salían en procesión de antorchas cantando la letanía: "Del indio Alfaro, líbranos, Señor". El propio Alfaro tuvo que tomar la ciudad al mando de un poderoso ejército. La campaña duró dos meses. Se peleó calle por calle y casa por casa. Cuenca se defendió hasta con agua y aceite hirviendo. El 23 de agosto de 1896, la ciudad se rindió. Hubo 1.250 muertos. Así que fue una guerra no tan santa.
 
Y así gobernó hasta 1811 cuando fue depuesto por un golpe militar. Emilio Estrada Carmona, asumió el poder político como Presidente Constitucional al resultar vencedor en elecciones de ese año, pero sus problemas del corazón lo llevaron a la tumba después de tres meses. El Congreso dominado por sus opositores eligió al presidente del Congreso Carlos Freile Zaldumbide para que se encargue del Gobierno, lo que fue rechazado por los alfaristas de Esmeraldas que eligieron a Flavio Alfaro como Jefe Supremo. Tuvo que venir del exilio el mismo Viejo Luchador para mediar y evitar la desaparición del liberalismo. 
 
Alfaro firma la capitulación en Guayaquil, pero el general Leonidas Plaza, Jefe de las fuerzas gobiernistas, la desconoce y ordena la detención de Eloy y Flavio Alfaro, Pedro J. Montero y Ulpiano Páez; además a Medardo Alfaro, el periodista Luciano Coral Morillo, director del periódico liberal El Tiempo y Manuel Serrano. El general Montero fue juzgado por traición, en Guayaquil, bajo el pretexto de estar sujeto a la jurisdicción militar, en donde al final de la sentencia a 16 años de prisión, un soldado le disparó en la frente y lo arrojó a la calle desde una ventana, como un anticipo macabro de lo que vendría.
 
Alfaro y sus lugartenientes son llevados a Quito, en el tren que él terminó de construir. Fueron recluidos en el pabellón E del Penal García Moreno, hasta donde llegó una turba fanática y aborregada que mató a él y sus acompañantes, desde un piso los arrojaron a los patios del penal, los arrastraron por las empedradas calles de Quito, en una inmolación macabra que terminó en El Ejido donde los cuerpos sin vida echo guiñapos los quemaron en cinco piras que hasta entrada la tarde tenían enzarzados despojos calcinados aún humeantes.
 
El arzobispo de Quito, Federico González Suárez, dejó este testimonio para la posteridad: "En los momentos en que los cadáveres de los Generales Eloy Alfaro y Ulpiano Páez, eran arrastrados por la Plaza de la Independencia, un grupo del pueblo penetró al Palacio Arzobispal y se dirigió decididamente a los departamentos ocupados por el I. y Rvdmo. Señor Arzobispo. Al oír el ruido, salió de su cuarto Monseñor González Suárez y adelantándose a los del grupo, les preguntó qué querían. A lo que le contestaron: Denos su Señoría Ilustrísima el permiso para repicar las campanas de la Catedral, porque el señor Sacristán Mayor (entonces el Presbítero señor José Miguel Meneses) no quiere permitirnos. Y ¿por qué quieren ustedes repicar las campanas de la Catedral?, replicó el I. señor Arzobispo. Porque, contestaron, debemos alegrarnos de que hayan desaparecido los que tanto perseguían a la Iglesia. La Iglesia no puede aplaudir esta conducta, y así ustedes deben retirarse de aquí y les prevengo que no han de poner un dedo en las campanas de ninguna iglesia, concluyó el Prelado. No hubo, pues, repiques de campana en las iglesias católicas, como pretendieron algunos exaltados.”

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