LOS HECHOS, NOS MARCAN.../ NOTA DE ANTONIO MOLINA CASTRO

 

 

 


 

 


 

La Patria boba

Los hechos, nos marcan…

Por ANTONIO MOLINA

 

     Recuerdas el instante que tu hija o hijo recién nacido te tomó uno de los dedos de tu manos y te lo apretó tiernamente, esa fue la señal de que jamás los dos se dejarían; así mismo, si agudizamos un poco la memoria nos sorprenderá lo que hicimos de niños o jóvenes, porque, definitivamente, esos hechos nos marcan para el resto de nuestros días y a lo mejor hasta más allá.

     No sé desde cuándo me gustaba leer, pero aún no tenía capacidad para discernir lo que debía leer. En casa, quien leía era mamá, pero sus libros eran enormes y sin dibujitos. Contenían diagramas que más parecían rayuelas de piso dibujadas en esos libracos cuyos títulos decían que eran metodología de la enseñanza, pruebas sicométricas, educación en la ruralidad; estaban cargados de cuadros diagnósticos y unas tablas de calificaciones, números que sumaban o restaban algo que no decían. De muchacho nunca los entendí y de grande no me interesaban. Me atraían las revistas ligeras, las que contenían monos, preguntas y crucigramas. Toda aquella que estaba mal parqueada sería parte de mi colección personal. Entendí muy temprano que para escribir, hay que leer. Solamente aquellos que nunca le escribieron a Papa Noel pueden darse el lujo de no leer.

     Ya afloraba en mí el interés por un incipiente archivo; intuía que era de vital importancia para todo; para saber quiénes éramos ayer y qué queremos ser mañana. Ni soñaba con conocer estadística elemental, peor aplicada a los procesos sociales; pero, ahí estaba en esas aguas profundas del conocimiento. En la enorme casa donde vivía, en Milagro, ubicada justo donde confluyen las dos arterias principales que cruzan la ciudad –Las avenidas García Moreno y Juan Montalvo—mamá compraba El Universo, sólo los domingos, porque desde entonces y hasta ahora solo un milagro permite a los maestros del Estado vivir del sueldo y, además, porque puedes vivir un día sin leer el periódico, pero ese día no puedes irte a la cama sin haber comido. Lo recuerdo tan bien, como si fuera ayer: En el suplemento dominical de ese diario guayaquileño aparecían siempre historias bien escritas bajo el epígrafe “LA VIDA ES ASÍ”, por lo general notas de superación, de gente al margen de la ley que enderezaba sus vidas, de triunfadores que lo despilfarraban todo para vivir en ruinas. Una vez leída la nota las pegaba en un cuaderno poniéndole fecha de publicación y las guardaba, solo por guardarlas. Más tarde, ya de grande, coleccionaba las revistas Vistazo, y Sucesos de Ecuador; 7 Días, de Argentina y Juventud, de México.

     Con los centavitos que ganaba haciendo “mandados” a los vecinos y con lo que nos regalaba algún pariente caritativo llegué a comprar revistas para niños. Me hice construir de un señor de apellido Mondragón, que vivía frente a nosotros, un tablero y una repisa para mostrar las últimas revistas mexicanas o chilenas que llevaba de Guayaquil a Milagro.

     De muchacho fui un revistero con ínfulas de bibliotecario de barrio, pero nunca le pagué un centavo al Municipio de Milagro por el uso de la vía pública ni al Club Remache que era el dueño del portal del que me había apropiado. El día que gané más dinero con esa “iniciativa cultural” – 82 sucres-- fue un domingo de elecciones, el 3 junio de 1956, cuando el doctor Camilo Ponce Enríquez fue elegido Presidente Constitucional de República y el Dr. José María Velasco Ibarra “trituró” al Frente Democrático Nacional y a su candidato Raúl Clemente Huerta. ¡Qué distante estaba, entonces, de escribir sobre ellos y sus políticas, como lo hice más tarde!... Ejerciendo las funciones de Jefe de Información de El Telégrafo, de Guayaquil, el diario más antiguo del país.

     Por la noche, después de recoger mis cachivaches, delante de mi madre Teresa, yo saltaba “en una patita” como cualquier mono curiquingue antes de entregarle los 82 sucres, la primera producción de mi vida… “Eso es suyo, madre, compre lo que quiera, – como si fuera el valor de la fortuna de un guachito o de un loto—lo único que deseo es que me compres un reloj para lucirlo en la escuela”. Fui alumno de un extraordinario ser humano, del profesor César Campos, profesor de sexto grado y director de la escuela “Simón Bolívar”, que estaba ubicada al pie del río Milagro. Me fui a la gran ciudad, perdí todo contacto con el profesor Campos, pero sus huellas siguen vivas, van conmigo.

     El primer colegio público de Milagro fue el “Velasco Ibarra”. Mi madre me matriculó y pasé a integrar ese grupo de privilegiados jóvenes milagreños que seis años más tarde constituyó la primera promoción de bachilleres del establecimiento, que arrojó destacados deportistas, políticos, profesores, abogados, con quienes me encontré en la Universidad de Guayaquil, por los años sesenta. Un año más tarde mi madre Teresa, profesora de la escuela femenina “17 de septiembre”, fecha de cantonización de la ciudad, fue notificada por el Ministerio de Educación de su traslado a Guayaquil, a la escuela de educación básica “Juan Tanca Marengo” que funciona aún en el suburbio porteño, en la 20 y Venezuela. Ya en la gran ciudad fui alumno del Vicente Rocafuerte –del segundo al cuarto curso-- y terminé el quinto y el sexto, en el Ciclo Educativo Tarqui, establecimiento educativo de primera, dirigido por un auténtico maestro, don Eloy Velásquez Zevallos, padre de una estirpe única de formadores de juventud, a la que no se la ha dado el reconocimiento que merece.

     Asistía a los encuentros deportivos, de indoor fútbol, baloncesto o eventos de otra índole, social o cultural, tomaba nota de lo que ocurría porque me daba la gana de hacerlo, nadie me lo pedía ni me ordenaba, me daba la regalada gana de hacerlo. Organizaba las ideas y redactaba lo que había acontecido sobre unas hojas de “papel ministro” –no sé si existan aún—y después pasaba de mano en mano esos papeles NO manuscritos, sino en letras de molde, como escribo hasta ahora. ¿Qué era eso?... Un Periodismo incipiente, rudimentario si se quiere, animado sólo por el deseo de comunicar, de dar a conocer algo que había ocurrido, de darle valor al instinto gregario, tan natural en los seres humanos. Luego, todos nos olvidábamos de esas hojas porque nos faltaba tiempo para la algarabía estudiantil, muy propia de nuestra edad.

     En sexto curso, mi tío Juan Castro, hermano de mi mamá, me convenció para “dar” noticias por una radiodifusora de barrio, una que quedaba en el Cristo del Consuelo, donde tenía que leer, y bien leídas, las noticias que el tío me las tenía señaladas cada mañana. Fue mi primer trabajo en un medio de comunicación: en una radiodifusora. Mi jornada: Viernes y sábados, de 6 a 7 am. Salario: 5 sucres por día. El tío explotador hacía esa tarea regularmente, pero algunos viernes y sábado los dedicaba a cobrar la publicidad de sus anunciantes y yo empleaba los domingos y algunos días más de la semana a buscar y encontrar al tío para la paga.

     Había crecido, estaba mayorcito, lo suficiente para entender que no podía seguir siendo una carga para la familia; además, estaba acercándose la fecha de graduación y por la misma teníamos que prepararnos más todavía porque ingresar a la universidad era una tarea casi imposible en aquellos años, pues, estábamos muy distantes de la masacre del 29 de mayo de 1969, descontento que estaba cuajándose desde nuestros días. Por ventura, cuando la matanza se dio ya estaba en El Telégrafo y pude cubrir con todo su realismo ese suceso periodístico --que no era un ensayo diletante ni romanticón—sino una represión al estilo muy propio del velasquismo. ¡Así se aprende!

 

 

 

 

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